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18 de julio de 2009

Elluanah

mujer-africana

El otro día me encontré a un amigo por la calle. Hacía unos meses que había perdido su pista, y también su número de teléfono, tengo que reconocerlo, y al volverlo a ver, me pareció algo desmejorado. Después de estrecharle con fuerza la mano, observé que tenía los hombros hundidos, los ojos hundidos, y el espíritu hundido. ¿Qué te pasa? fue lo único que se me ocurrió decirle en aquel momento. No se porqué, pero la pregunta hizo que se le llenasen los ojos de lágrimas. Le observé con mirada de incredulidad, sin comprender con exactitud cómo una simple pregunta podía provocar esa reacción. La culpabilidad me asaltó, así que lo invité a una cafetería cercana. Cuando estuvimos sentados, y mientras esperábamos al camarero traernos un café y un cappuccino italiano (lo siento, pero hace un tiempo que no pido otra cosa), volví a hacerle la pregunta, esta vez acompañada de una mirada de comprensión. Él me devolvió una sonrisa desencajada, antes de explicarme la historia de Elluanah. Triste, conmovedora, he de reconocerlo. Elluanah era una chica de unos veinte años que mi amigo, cooperante de una ONG, había ayudado a llegar a Barcelona desde Senegal. Había perdido a toda su familia meses antes de huir de su país, se había tenido que prostituir para poder pagarse el viaje hasta Marruecos, donde la habían estado explotando las mafias hasta que consideraron que ya había pagado suficiente con su cuerpo como para obtener un sitio en una patera. Fue una dura noche de frío y miedo la que pasó hacinada junto a otros desconocidos antes de llegar a una solitaria playa. Allí, extenuada, y sin poder descansar, corrió hasta la arboleda más cercana, y junto a un hombre mayor, también senegalés, emprendieron la búsqueda de la esperanza en un lugar extraño, del que nada sabían, ni siquiera cómo hablar con los que allí vivían. El hombre mayor murió pronto, así que después de vagar por todo el país, Elluanah llegó a Barcelona, donde la volvieron a explotar, esta vez sus compatriotas, los que ella pensaba que serían sus amigos. Ella, una vez que tuvo la oportunidad de huir, lo hizo, y se dirigió, con un papel arrugado en la mano, a la dirección de la ONG en la que trabajaba mi amigo. Él se ocupó en seguida del caso, intentando regularizar su situación, buscándole alojamiento, trabajo digno, y finalmente, enamorándose de aquella chica solitaria, de gran corazón, y a la que le enseñaba cada día una palabra nueva en español, mientras ella le contaba historias de su país. Después de dos meses en los que todo parecía ir bien, la policía se presentó en su casa, para llevarla deportada. Y ese había sido el último día que mi amigo había visto a Elluana, el día en que le partieron el corazón en dos. Un pedazo roto, imposible de recomponer, y el otro había ido tan lejos, que quizá nunca lo volviese a ver. Por eso cuando acabó de contarme su triste historia, ¿qué iba a decirle yo? ¿Cómo aplacar algo su dolor? Su tristeza nacía no solo de la pérdida del amor, de la felicidad, sino de la impotencia del sufrimiento de Elluanah, otra vez perdida en una vida que castiga siempre a los más débiles, a los desamparados.