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9 de marzo de 2009

Diario de navegación de un padre atribulado.

Esta tarde, como casi todas, he ido a buscar a mi hija pequeña al colegio. Inés, que tiene ocho años, ha salido la primera de su clase. Fuera, yo esperaba bajo un frío cielo encapotado, pensando que hoy también saldría de las últimas, pues le encanta quedarse hablando con sus pequeñas amigas mientras recoge el material escolar, y al verla tan pronto pensé que era, cuando menos, sorprendente. Me miró con esos grandes ojos verdes, herencia de su madre, y su forma de hacerlo ya me indicaba que todo había ido razonablemente bien aquel día para ella. Con tranquilidad, se me acercó, y mientras me estiraba de la americana para que me agachase, me estampó un beso en la mejilla, haciéndome completamente feliz. Al ver el bocadillo de la merienda no protestó, como es su costumbre, sino que después de un amago de desconsolada mirada, empezó a comérselo sin rechistar. Le dije que, a pesar de que sus amigas se quedaban a jugar, ella tenía que ir a casa a hacer deberes. Creí que se tiraría al suelo, patalearía, lloraría de rabia, me enviaría una de aquellas miradas que traspasan el aire como cuchillo desafiante, pidiéndome, exigiéndome, quedarse ella también a jugar. Sin embargo, en lugar de eso, me cogió tiernamente de la mano, y nos pusimos camino de casa. Durante el trayecto, hablamos distendidamente, entre risas y bromas, sobre las cosas que veíamos. Justo al llegar a casa, y antes de abrir la puerta, la miré desde mi atalaya de padre, y le pregunté qué deberes tenía que hacer para el día siguiente. Ella, con su mirada más especial, aquella que reune ternura e indefensión, me espetó: Tengo que rellenar la ficha del esqueleto humano, con el nombre de los huesos. Después, con gran tranquilidad, me miró de reojo para decirme: ¡Ah!, si, el libro no lo he traído, lo he dejado en la clase, porque seguro que tu, papi, sabes todos los huesos del cuerpo. Mis ojos parecieron entrar en pánico. ¿Yo saber los huesos del cuerpo humano? Pero si yo soy historiador, no naturalista, ni médico, ni biólogo, ni... En fin, que mientras ella se fue a buscar un vaso de leche, yo me abalancé sobre mi ordenador portátil para encontrar en internet mi salvación. El problema era aprenderse toda esa lista de huesos. Bueno, pues podéis creerlo, lo hice tan solo en cinco minutos. Luego, nos sentamos juntos a rellenar la ficha entre la satisfacción del deber cumplido. Al acabar los deberes, los enormes ojos verdes de mi pequeña me miraron inmensamente desde la más profunda de las gratitudes. Gracias, papi, sabía que eras el mejor. En aquel preciso momento, me di cuenta en lo complicado que es no fallarle a los hijos, y lo fácil que es caer de un pedestal en el que te han encaramado. Esta vez ha ido de poco, pero la próxima no se cómo acabará. Hay que acostumbrarse que un día u otro dejas de ser el rey de la creación, para pasar a ser el villano más inútil. Pero bueno, seguramente esa es una historia que aún está por escribirse. Ahora me toca disfrutar del momento.