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13 de enero de 2009

El alquimista ciego.

El otro día, un amigo, mientras nos tomábamos un café en el Agustí, en la calle Vergara, me explicó la historia de un primo suyo. Su primo, angustiado por un problema de dinero, llevaba un tiempo en que las cosas no acababan de salirle nada bien. Todo lo que hacía e intentaba se venía abajo, se desmoronaba. Los negocios, su vida sentimental. Todo. Había emprendido hace un año, justo antes del crack inmobiliario, la aventura de construir unos chalets en unos terrenos cercanos a Barcelona, comprados a precio de oro, y para lo que había hipotecado su piso en pleno centro de la ciudad, más una casa heredada de su padre en una conocida estación de esquí. Total, muchos millones que el banco se encargaba de cobrar, puntual y meticulosamente, cada principio de mes. Pues bien, el proyecto estaba paralizado por culpa de no se qué trámite burocrático, y además no obtenía compradores antes de finalizar la obra, como era normal hasta entonces. Estaba en la ruina técnica. Su hijo mayor, de datorce años, comenzaba a dar preocupantes síntomas de rebeldía preadolescente. Vamos, que aparte de flaquear en los estudios, le había cogido la policía, junto a otros amigos, conduciendo una moto sin permiso y en total estado de embriaguez. Para colmo, la relación con su mujer no atravesaba los mejores momentos. Ya se sabe, que cuando la pobreza entra por la puerta... Bueno, que ese podía ser el detonante, pero es que después de veinte años casados, ella se había dado cuenta que eran cada vez más unos perfectos desconocidos el uno para el otro. Claro que él sentía lo mismo, y tenía claro que su mujer tenía más razón que un santo (santa, perdón), pero con los problemas económicos, los de su hijo mayor, y encima la ortodoncia de la pequeña de siete años. Caótico todo, cuando menos, estaréis de acuerdo conmigo. Pero aquí no acababan sus problemas, pues resulta que su amante, si, su amante, le había amenazado con explicarle todo a su mujer. Él, que había encontrado refugio en aquella mujer en sus momentos de incomunicación conyugal, se sentía ahora, en el peor momento, presionado, traicionado. Así que el primo de mi amigo estaba en un verdadero dilema. ¿Qué hacer?
-Creo que lo tiene complicado, -le dije mientras sorbía con pausa mi capuccino- pues todo parece desembocar en el desastre. Su mundo se hunde, y él no parece tener alternativas para poder sobrevivir en ese complicado entorno que le envuelve. Lo único que le queda es tomar una decisión. 
Después de hablar como un técnico de seguros, o un economista de medio pelo, me quedé tan ancho y volví a mi capuccino. Mi amigo me miró de soslayo, no muy convencido de que le hubiese ayudado (yo tampoco lo creía), pagó los cafés, se despidió y se fué a la oficina.
Todo en el mundo siguié iual. La crisis, los niños inocentes muertos en Gaza, noche vieja, atragantarme con las uvas, los soporíferos programas de año nuevo, los regalos con poco gusto... todo menos el precio del café, que con el cambio de año aprovecharon para subirlo veinte céntimos. Y de eso me dí cuenta ayer, que volví a pasarme por el Agustí. 
Cuando llevaba apenas diez minutos en la barra, y me acababan de servir el capuccino, vi entrar a mi amigo. Nos saludamos, luego nos felicitamos con cierto retraso el nuevo año, y finalmente se sentó a mi lado.
-Por cierto, -le dije- ahora que recuerdo, ¿cómo está tu primo?
-Verás, -me comenzó a decir después de levantar su brazo izquierdo y, con un gesto inconfundible, pedir un café americano- ya lo ha resuelto todo.
Creo que no pude reprimir la sorpresa, pues acto seguido me explicó la soluión al laberinto personal en el que se encontraba.
-Verás, para empezar, no pudo impedir que su amante le rajase todo a su mujer por teléfono, lo que hizo que esta le dejase plantado al instante después de una discusión histórica. En cuanto al chico, se ha quedado a vivir con él, por decisión de su ahora ex mujer, mientras ella se quedaba con la pequeña, previo cobro de la ortodoncia, claro. Los bancos se han quedado con el piso del centro, y también con la casa de la montaña. Y con el coche, claro. Además, le han negado el permiso para construir los chalets, así que aquello ha de ser derribado en un plazo de tres meses, además de pagar una multa, y de embargarle la cuenta. La amante le ha enviado a paseo, por supuesto, y lo poquísimo que le quedaba se lo ha gastado en una tarotista que le ha aconsejado tan mal como ha sabido. En fin, todo arreglado.
Yo miré a mi amigo con extrañeza.
-¿Donde ves tu el arreglo? Es un desastre. Su vida se ha acabado. Ya solo le queda irse a vivir debajo de un puente, después de todo lo que le ha pasado.
Mi amigo sonrió, ladino.
-Pues que se ha ido a vivir con la tarotista, una mujer madura pero todavía de buen ver, que le mantiene. Vive embaucando a los demás, un poco como antes, pero ganando dinero. Su hijo no soporta a su madrastra, así que se ha vuelto con su madre. Su amante se ha liado con su ex mujer, pues resulta que después de consolarse mutuamente y dejarlo a él como un trapo, se dieron cuenta que se confortaban mucho mejor de lo que había hecho nunca él. En fin, que no hay mal que mil años dure, ni cuerpo que lo aguante, como se suele decir.
Mi amigo apuró su café americano, y luego se levantó del taburete.
-Hoy pagas tu, ¿verdad? -fué su despedida a modo de saludo.
Y allí me quedé yo, cabilando sobre cómo el destino juega con nosotros hasta retorcernos, para luego brindarnos una última salida. Algunos la saben ver, la aprovechan, le dan la vuelta a la situación, y siguen adelante. Otros no son capaces de hacerlo, y nunca se atreven a cambiar su suerte. Porque, en el fondo, como un alquimista ciego que encuentra la piedra filosofal como por casualidad, escribimos nuestro propio destino, aunque muchas veces no nos demos cuenta de ello.