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3 de enero de 2009

El hacedor de palabras.

Hubo una vez un hombre, simplemente eso, un hombre entre tantos, sin nada que le destacase sobre los demás, más bien al contrario, tan normal que pasaba desapercibido allí donde estaba. Sin embargo, ese hombre aparentemente normal tenía un don secreto, invisible e inmaterial, un don del cual no solía darse cuenta, pero que lo acompañaba desde el nacimiento. Era lo que llamaríamos, un hacedor de palabras. Pertenecía a una rara disposición que hacía que sus palabras sonasen como la flauta de Hamelín, a los oídos de los demás. No para todos, por supuesto, ni en todas ocasiones, pero él parecía poder tejer hermosos trajes hechos de palabras. Escogidas siempre con la más natural de las delicadezas, amándolas, dibujando en ellas el sentido preciso que llegaba a la persona como una música calmante, capaz de redimir. Como un pastor que atrae a las ovejas a su entero antojo. Como un orfebre que adora cada una de las piezas que fabrica.
Este hombre, despojado de cualquier otra sabiduría que no fuese su facilidad para componer frases hermosas, cautivadoras, solía vagar entre los pueblos, ganándose la vida sin ninguna otra pretensión que seguir pronunciando palabras, y gozando de ellas mientras lo hacía. Había cautivado a innumerables mujeres durante su vida, utilizando el lenguaje. Era algo inconsciente en él, no buscado, y muchas veces no se daba cuenta de lo que hacía, hasta que ellas caían rendidas a sus pies. Y así seguía su camino, andando entre pueblos, conquistando mujeres que él no deseaba, que tan solo utilizaba para saciar su sed de pasión. Hasta que un día encontró a una bella mujer venida de un lejano país,  de la que se enamoró solo al verla. Comenzó, entonces, a tejer su tela de araña de palabras alrededor de ella. Las palabras más hermosas que pudo encontrar, así como las que inventó para ella. Palabras que había recogido en cada uno de los lugares que había visitado. Y luego, como si fuera un ilusionista, compuso aquellos hermosos trajes suyos, hipnotizantes. 
Sin embargo, para mala suerte suya, y después de intentar por primera vez en su vida utilizar su don premeditadamente, aquella hermosa mujer volvió a su lejano país, surcando para ello mares eternos, y remotas e inmensas montañas. Tan lejos que, a bien seguro, nunca volvería a verla.
El hombre, roto de desesperación, subió a lo alto de una colina, rodeado de horizonte, y decidió que se quedaría allí, sin comer ni beber hasta que, a través del pensamiento y su voluntad, pudiese conectar con el alma de la única  mujer a la que había amado. Entonces pasó mucho tiempo, y cuando sus fuerzas ya parecían flaquear, y las nubes de la desilusión se cernían definitivamente sobre su corazón, un último esfuerzo consiguió lo que tanto había anhelado. Y durante días hablaron entre los dos a través del alma, olvidados ya el cansancio y el hambre, con el único objetivo de construir palabras, frases hermosas para su amada, y de esta manera poder enamorarla a través del espacio, del tiempo.
Desde entonces, cada noche, al salir la luna sobre el horizonte, se amaron con la pasión de aquellos que han de aprovechar cada oportunidad que les da el destino, y sin importarles nada que no fuese lo que existía entre los dos, para ellos tan real como la luz que acariciaba el rostro de aquel hacedor de palabras cada amenecer al acabar su tarea. Y que por fin había encontrado el sentido a su propia existencia. Amar a la persona adecuada, a pesar de todos, a pesar de todo, en un amor inmortal.